Introducción

Estamos rodeados de sonidos, ya sean geofonías (sonidos producidos por elementos como la lluvia o el viento) o biofonías (producidos por seres vivos), a los que debemos añadir todos aquellos sonidos generados directa o indirectamente por la actividad humana (antropofonías).

Los sonidos son flujos que nos afectan:

Imagina que caminas tranquilamente por una zona peatonal. De repente sientes un poderoso sonido de claxon a tu espalda. El sonido te afecta. Este afecto genera en ti un sentimiento, y este sentimiento se manifiesta en una emoción, tal vez de ira por considerar improcedente el tránsito de un vehículo por aquel lugar.

Y así es también como la teoría posthumanista entiende la música: un flujo sónico creado y/o percibido con fines estéticos pero que puede cumplir funciones que van mucho más allá de estos propósitos, un flujo sónico que nos afecta. Precisamente, el filósofo Gilles Deleuze concibe la música no como forma, lenguaje o ideología, sino como una fuerza. En el arte, tanto en la pintura, la escultura como en la música no se trata meramente de reproducir o inventar formas, sino de capturar fuerzas.

Nietzsche reconocía una de las principales cualidades de la música en que cuando nos entregamos totalmente a ella, desaparecen las palabras de nuestra cabeza. Tenemos la capacidad de poder desconectar la música del pensamiento meramente racional y asumirla en todo el cuerpo. Es aquí donde hablamos de afectos, como una experiencia no consciente de intensidad; es aquí cuando tenemos la sensación de que nos fundimos con la música, de la ausencia de líneas divisorias entre objeto y l sujeto. La música y los sonidos en general no están separados de los cuerpos sino que entran en una relación constitutiva con ellos. Lo importante no es lo que son, sino lo que hacen en nosotros. Más allá, entonces, de los significados o discursos, podemos hablar de reacciones emocionales, sensaciones cinestésicas internas o incluso, a veces, de trascendencia como es el caso del sentimiento oceánico. El mundo sonoro, desde el punto de vista corporal, nos proporciona placer (concierto), malestar (contaminación acústica) o también puede convertirse en violencia sónica como cuando la música se utiliza como instrumento de tortura.

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La visión dualista cartesiana, con la separación rígida de sujeto/objeto, pasa por alto muchos aspectos de la realidad. Al hacer afirmaciones como, por ejemplo, «yo hago música» se ignora el hecho de que también «yo soy hecho por la música».

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De hecho, cuando hablamos de música como un flujo sónico que nos afecta no es que sólo escuchemos, no sólo estamos decodificando señales, sino que según el perceptualismo que ya encontramos en Baruch Spinoza, devenimos llenos de sonidos. Un afecto implica amalgama entre dos cuerpos (Deleuze, 1978), devenimos música.

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Hay diferentes maneras de escuchar música. La de tipo contemplativo es aquella escucha consciente y que genera pensamientos sobre la música que escuchamos, ya sean juicios de valor, apreciación estética o técnica. Pero en el modo de escucha que denominamos háptico desconectamos el pensamiento meramente racional y asumimos la música con todo el cuerpo. Aquí es cuando hablamos de afectos, como una experiencia no consciente de intensidad. Uno tiene la sensación de que se fusiona con la música, de la ausencia de líneas divisorias entre objeto y sujeto.

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La percepción háptica consiste en una combinación de efectos táctiles, cinestésicos y propioceptivos; es la forma con que experimentamos el tacto, tanto en la superficie como en el interior de nuestros cuerpos (Marks, 2002: 2). La música posee un mayor grado de materialidad que las ondas lumínicas, literalmente tiene una calidad visceral. Sus efectos provienen de la resonancia de las ondas sonoras a través de órganos y tejidos corporales.

En este sentido, la música nos toca. Por esta razón, las personas con sordera profunda también pueden disfrutar de la música o incluso convertirse en artistas reconocidos como la percusionista escocesa Evelyn Glennie.

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Habitualmente, cuando se habla del significado de la música, se hace referencia al hecho de que está dotada de un contenido semántico bien definido, hecho que se produce sometiendo su materialidad a procesos de simbolización. Pero entre estas dos dimensiones, la de la materialidad -caracterizada por el poder háptico de los flujos sónicos- y la resultante de los procesos de simbolización, también hay un intermedio que vale la pena explorar. Éste es este tipo de significación fenomenológica, vaga y mucho menos estructurada que se produce a un nivel de experiencia preconceptual o pre-objetivo (Vadén y Torvinen, 2014: 212). Esto sucede en muchas de las ocasiones en las que, por ejemplo, experimentamos la música como energía, como una melancolía infinita que invade el cuerpo o tan balsámica como la visión placentera de un prado verde. Pero téngase en cuenta que, a pesar de que hablemos de esta manera, no es sólo que la música sea energizante, melancólica o balsámica, sino que para poder sentirla de una u otra manera, también será decisiva la situación en la que se produce, lo que en su conjunto forma una atmósfera determinada.

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El mejor ejemplo para ilustrar este tipo de significado vago de la música es el de las atmósferas. La música es un elemento importante para la generación de atmósferas. Todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de música ambiental, música diseñada y dispuesta para generar un ambiente o atmósfera especial: familiaridad, confort, un aire festivo… Esto es tan antiguo como la costumbre de hacer música en las iglesias -para generar un ambiente propicio al recogimiento espiritual y el culto- o el de hacer sonar pífanos y tambores en los campos de batalla para enardecer a los combatientes. Esta reconocida funcionalidad de la música, junto con los avances tecnológicos, hizo que surgiese en 1934 en los Estados Unidos una poderosa compañía, la Muzak Corporation diseñada para transmitir música ambiental por teléfono. La oferta musical de esta empresa estaba básicamente diseñada para obtener un ambiente de trabajo que promoviese la actividad laboral y, de esta manera, aumentar las tasas de productividad en fábricas y empresas. Hoy en día, a través de diferentes medios tecnológicos, la música ambiental inunda nuestra vida cotidiana. Se enseñorea de centros comerciales, oficinas, restaurantes, ascensores, medios de transporte, etc….

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Tal como dijo Anna Hickey-Moody, refiriéndose a un espectáculo de danza, todos los diferentes elementos involucrados en el espectáculo forman un conjunto: espacio, vestuario, iluminación, música, también los cuerpos en el escenario y los movimientos de baile. Cada uno de estos elementos se puede analizar por separado, pero si centramos nuestra atención en la dimensión afectiva vemos que lo que cuenta, lo que da sentido es el efecto del conjunto, que – por emergencia – va más allá de la mera suma de sus partes (Hickey-Moody, 2013: 90).

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Las actuales tecnologías del sonido han cambiado profundamente las relaciones del ser humano con la música. Hoy estamos en condiciones de controlar los flujos sónicos que nos afectan de la misma manera que los alimentos que comemos, la iluminación o la temperatura de nuestra habitación. Hoy, debido al progreso tecnológico, podemos hablar de una escucha musical omnimoda, una idea que alude al hecho de que los seres humanos tienen una disponibilidad musical total. Hoy en día, tenemos la posibilidad de vivir siempre literalmente envueltos en música, lo que facilita que la música también sea utilizada como una más de las múltiples tecnologías del yo (Foucault, 2008). Por la mañana podemos sintonizar músicas energéticas y por la noche otras que nos proporcionen calma y serenidad. Los amplios usos ambientales de la música son la expresión sónica más genuina del Antropoceno.

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La música siempre ejerce agencia pero un caso en el que esto se muestra de manera diáfana es cuando se la instrumentaliza conscientemente para incorporarla a ejercicios propios de técnicas corporales, como las piezas musicales que acompañan las marchas de los soldados en los desfiles, las utilizadas en ciertos ejercicios de los gimnasios actuales o incluso en prácticas de psicología transpersonal.

En todos estos casos, la música se experimenta como un flujo que afecta directamente al cuerpo y en los que todas aquellas categorizaciones musicológicas clásicas de estilos, géneros o compositores pierden importancia; no son relevantes. La música es importante por lo que hace y no por lo que es.

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El significado del mundo, nos dice Jean-Luc Nancy, son los cuerpos tocándose el uno al otro (en Smith, 2013: 31). Y en el fondo eso es lo que pasa con la música. Si la música es tan importante para nosotros, más allá de su capacidad de simbolizar, es porque nos afecta. El contacto de esta materialidad de vibraciones físicas con nuestros cuerpos es lo que principalmente da sentido a la música.

  • Deleuze, Gilles, Seminar given on Spinoza on 24 January, 1978 https://www.webdeleuze.com/textes/11 [consulta: septiembre 2016]
  • Foucault, Michel, Tecnologías del yo y otros textos afines, Buenos Aires: Ediciones Paidós, 2008
  • Hickey-Moody, Anna, “Affect as Method: Feelings, Aesthetics and Affective Pedagogy”, en Deleuze and Research Methodologies, Rebecca Coleman y Jessica Ringrose (eds.), Edinburgh: Edinburgh University Press, 2013, pp. 79-95.
  • Marks, Laura, Touch: Sensuous Theory and Multisensory Media, Minneapolis y London: University of Minnesota Press, 2002
  • Smith, Mick, “Ecological Community, the Sense of the World, and Senseless Extinction”, Environmental Humanities 2/1, 2013, pp. 21-41
  • Vadén, Tere y Juha Torvinen, “Musical Meaning in Between: Ineffability, Atmosphere and Asubjectivity in Musical Experience”, Journal of Aesthetics and Phenomenology 1/2, 2014, pp. 209–230